Mis encuentros con Benedicto XVI
Estaba en mi casa cuando empezó a correr la noticia de que en Roma salía humo blanco por la chimenea de la Capilla Sixtina. El televisor se había dañado pocos días antes y no tenía donde ver quién sería el sucesor de Juan Pablo II. Toqué la puerta de de mi vecino, un buen amigo, que me recibió cariñosamente.
Desde la sala de su casa, escuché por primera las palabras que desde hace siglos presentan al nuevo Pontífice: Annuntio vobis gaudium magnum, habemus Papam. Pocos minutos después salía al balcón Joseph Ratzinger, desde ese momento y para la posteridad Benedicto XVI. Esa fue la primera vez que vi a quien después llegaría a ser un buen amigo.
Poco después, me encontré de nuevo con él. No a través de las pantallas de un televisor sino desde donde el Papa despliega su mayor potencia: las páginas de un texto. Leí Deus caritas est, su primera Encíclica. Me perdí un poco en las reflexiones filosóficas sobre el amor (de las cuales años después escribí este artículo), pero la fluidez de las ideas, la claridad del texto y la belleza de las expresiones me hacían intuir que estaba ante un texto excepcional. De esta lectura conservo dos líneas grabadas en mi memoria: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida”. De ese modo tan sucinto Benedicto XVI comunica la esencia del cristianismo.
Tuve el privilegio de que mis siguientes encuentros con él ya no fueron mediados. Ya no era ni por televisión, ni por un texto. Fueron en directo. Lo vi personalmente en Roma y luego en Madrid. En Roma sentí su humanidad, en Madrid su amistad.
Corría el año 2006, el primero de su Pontificado cuando estuvimos juntos en una audiencia general en el Vaticano. Era su cumpleaños y los organizadores de la audiencia habían coordinado que de regalo le cantáramos el Gaudeamos igitur, un himno académico cuyos orígenes se remontan al siglo XIII. Como antiguo profesor universitario el Papa lo conocería bien. Nos habían repartido un texto en el que se había modificado alguna estrofa para que hiciera referencia directa al Papa y a su cumpleaños. Cuando Benedicto XVI entró, miles de personas entonamos la canción. Retumbaba la sala. El Papa se emocionó, no lo esperaba y desde la distancia, noté su sonrisa y su ilusión. Es el Papa, pero es como yo. Se entusiasma con su cumpleaños y con el cariño de la gente.
Años después en Madrid, volvimos a encontrarnos en la histórica jornada en el Aeropuerto de Cuatro Vientos que narré con todo detalle aquí. Durante aquella noche cayó sobre Madrid una tormenta que parecía empeñada en que el evento se suspendiera. Los asistentes, empapados y a la intemperie, esperábamos las instrucciones del Papa que con 85 años también permanecía sentado bajo la lluvia. Luego de largo rato, cuando la tormenta acabó, le acercaron el micrófono y dijo aquellas palabras que resuenan todavía en mi cabeza: “queridos amigos, hemos vivido una aventura juntos”.
Los encuentros personales con Benedicto XVI me impulsaron a seguir buscando su compañía y consejo. Con su renuncia al Papado, las oportunidades de verlo en persona desaparecieron. Lo busqué entonces en los libros. Me leí las tres entrevistas que le hace Peter Seewald (Sal de la Tierra, Luz del Mundo y Últimas Conversaciones) en las que descubrí cómo mira el mundo un hombre de fe. Noté como Ratzinger era alguien que sufría las tragedias de la humanidad, pero sin perder de perspectiva que Dios es el Señor de la historia.
Volvimos a encontrarnos durante largos meses a través de la lectura de sus tres tomos sobre Jesús de Nazaret. Son, cómo el mismo definió, su intento por encontrar el rostro de Cristo. En esos libros, junto con Introducción al Cristianismo, que leí años después, vi la fidens quarens intellectum, la fe que busca entender. En esas páginas Benedicto XVI se propone dar sentido racional a lo que cree por fe. Se hace preguntas y busca respuestas sin miedo y sin prejuicios. Se expone a dialogar con las más variadas corrientes de pensamiento para ponderar sus argumentos y llegar a sus propias conclusiones. Después de leer esas páginas, conocí la excepcional riqueza de una fe razonada.
A medida que abundaban las noticias sobe el deterioro de su salud, crecía mi ilusión de propiciar otro encuentro. Aunque parezca que me lo invento, es real que la noche antes de su muerte, entré en mi habitación con la biografía de Joseph Raztinger en las manos. Quería empezar, una vez más, mis conversaciones con él.
Cuando desperté a la mañana siguiente me entero de la noticia. Benedicto XVI me acompañará en esta lectura desde el Cielo. Ha finalizado su búsqueda del rostro de Cristo y puede comprobar si tenía o no razón cuando escribía que la felicidad que buscamos, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret.
Gracias por esta nota. Me conmovió. Descanse
en paz con Cristo, Benedicto XVI.
Juan, muchas gracias! Yo le doy gracias a Dios por su vida, a la vez que pienso que deja un hueco para que lo sustituyamos apoyando con nuestras obras a la Iglesia.