El corazón de la tierra
Fue mi primera visita a Europa. Recuerdo que volamos en un 747 de British Airways. Fue antes del 11 de septiembre de 2001 y todavía te dejaban caminar en paz por los pasillos del avión. Aterrizamos en Londres: mi padre y yo. Tomamos un carro que nos condujo por praderas verdes con cielos grises. Para mí los cielos siempre eran azules y solo cuando llovía se oscurecían. En ese viaje a Inglaterra, descubrí que en otras partes del mundo el cielo es normalmente de otro color.
Mi papá había ido a un congreso en Londres. Mientras él trabajaba, me quedé con unos amigos de la familia que vivían en Oxfordshire, a las afueras de la ciudad. Un matrimonio encantador con un hijo unos tres años mayor que yo. Trabajaban en una mansión. Ella era la ama de llaves y él, el mayordomo. Vivían en una zona de la casa destinada para ellos. Y ahí viví yo también. Los dueños no estaban. La mansión era mi casa.
Recorrer sus pasillos era una aventura. Oscuros, de madera. Todo sonaba. Sus altos cuadros, retratos de tamaño natural con los miembros de la familia. Tapices enormes, que iban del techo al piso, con olor a siglos. Un jardín con un árbol sembrado por la Reina Isabel II y una laguna con cisnes blancos, que, si no me mintieron, son propiedad de la Reina, porque en Inglaterra todos los cisnes son de la Reina.
Por las tardes, salía a caminar entre los campos por un sendero de tierra. Mi mirada curioseaba ante una naturaleza distinta. Ante la verde ferocidad del trópico donde las plantas crecen hasta en las grietas de las columnas de cemento, se me mostraba otro verde. Más delicado, menos abrasador. Césped corto y árboles distantes unos de otros. Ante la abrupta y arrebatadora majestad de las montañas caraqueñas, fluían ante mí una sucesión de suaves colinas que transmiten paz.
Como ya he dicho, también me sorprendía el clima. Era nuevo para mí estar al sol con una chaqueta abrigada y una bufanda. Hacía un frío agradable.
Pequeñas cabañas con chimenea, levantadas aquí y allá, rompían la uniformidad del horizonte.
Caminaba hacia el pueblo más cercano donde coincidía con el hijo de la familia que me alojaba. Él venía del colegio. Nos encontrábamos en el pueblo y hacíamos el camino de regreso juntos. Íbamos hablando. Aprendiendo uno de otro. Yo le explicaba qué era una arepa. Él me explicó lo que era un muffin.
Años después me encontré con la literatura inglesa del siglo XIX. Aquella que se hace llamar victoriana por haber sido escrita en el reinado de Victoria. Las historias de Charles Dickens, Jane Austen, Emily Brontë, Evelyn Waugh y Wilkie Collins me cautivaron. Y lo siguen haciendo. Cuando abro unos de sus libros siento que me encuentro ante un tesoro de humanidad y aventura.
Cuánto he lamentado que en aquella primera visita a Inglaterra, no fui consciente -no podía serlo- de lo que estaba presenciando. Aquella mansión en que viví, o alguna parecida, ayudó a Jane Austen para escribir Orgullo y Prejuicio; aquellas suaves colinas las veía Emily Brontë mientras escribía Cumbres Borrascosas; los estrechos caminos de tierra entre praderas, los recorría Dickens pensando en David Copperfield. En esas tierras que veían mis ojos juveniles transcurrieron todas esas historias. Historias profundamente humanas, llenas de tragedias y heroísmos. Historias que nos recuerdan que el triunfo del bien depende de cómo los hombres decidamos reaccionar ante el mal.
Y yo, ¡ni me enteré! Obvio. No había leído los libros. Pero igual lo lamento y me pregunto: ¿Qué tienen esos paisajes? ¿Qué tienen aquellos senderos? En fin, ¿Cómo es el corazón de esa tierra que es capaz de inspirar semejantes historias?
Y respondo: la tierra no tiene corazón, late al ritmo del que se esconde en el pecho de quienes la habitan. Los lugares no hacen a las personas, son las personas las que dignifican los lugares.
Y así, imitando la nobleza de los protagonistas victorianos, cada lugar de la tierra experimentará la grandeza humana.
Qué alegría ver que un pasado cobre vida después. Y la pérdida que se siente al no haber visto esos lugares a la luz de las lecturas que vendrían después, se compensa con la vista de esas lecturas; sino esas lecturas y sus enseñanzas tendrían hoy otro significado o quizá ninguno. – Pero , con permiso del autor (mi hijo) , quiero hacer una digresión: sí lleva él razón en decir que “los lugares no hacen a las personas” , pero quiero añadir (porque un padre siempre anda aleccionando al hijo) que es efectivamente así cuando se habla en términos absolutos de existencia; porque, en términos relativos de existencia (términos que son también esenciales), el lugar hace mucho a las personas. Lo digo porque al leer a Juan recordaba a Rafael Tomás Caldera , que al conocer mi gentilicio, decía (con toda razón en términos absolutos) que los de Maracaibo no pueden con el grito; es decir, cómo moderarlo. Y es que claro, digo yo y cualquiera, quién puede con tanto calor. – Gracias, hijo, por la oportunidad de reflexionar y apreciar la belleza en la vida. Y también permitirme esta disgresión para entender que la combinación de ambos niveles de conocimiento (absoluto y relativo) siempre es muy provechoso en nuestras vidas.